Acabamos de leer otra muy perturbadora fábula política del finado gran maestro José Saramago, el
Ensayo sobre la lucidez (primero editado en portugués como
Ensaio sobre a Lucidez en 2004).
La premisa lleva a un extremo absurdo un tipo de acontecimiento demasiado conocido en la realidad: el gobierno castiga a la ciudadanía por ejercer un derecho constitucional, cuando lo ejerce en contra de los intereses de los que mandan. Para no ir más lejos, podemos pensar en Irán después de las últimas elecciones, o Caracas cuando eligieron un alcalde que no era del bando en el poder, y muchos otros países donde ciudadanos han votado o manifestado una voluntad que, por no ser del gobierno, se tilda de "antidemocrático".
En este caso, resulta que la gran mayoría de los ciudadanos de la capital de un país (cuyo nombre no sabremos), sin ponerse de acuerdo entre ellos ni siquiera tener las mismas convicciones políticas, va a las urnas nada más para emitir un voto en blanco. O sea, rechazando todas las opciones, del pdd (partido de derecha), que casi siempre gobierna, el pdm (partido del medio) que pretende hacer una tibia oposición, y el minúsculo pdi (partido de izquierda). Sí, el voto en blanco es un derecho constitucional, como lo reconoce el gobierno, pero cuando el 83% de los electores lo ejercen, es un torpedo debajo la línea de flotación de todo el sistema democrático, como elegantemente lo expresa el presidente de la república, secundado por el primer ministro y todo su consejo de gobierno. Porque el verdadero sistema democrático, como lo entiende el gobierno y sus ministros del pdd, es la perpetuación de ellos en el poder, con la posibilidad de pequeñas alternancias con el pdm y una expresión mínima para el pdi. El voto en blanco, que es rechazarlos a todos, es por tanto una subversión intolerable.
Es una premisa tan absurda y tan parecida a la verdad como la de
La balsa de piedra (también resumida en este blog y en nuestra
pequeña biblioteca)—donde la península ibérica se desprende de Europa—pero al igual que en esa novela anterior, las maneras de actuar de los gobiernos y ciudadanos son realistas y creíbles.
El primer ministro y la mayoría de sus ministros en el consejo de gobierno no conciben que semejante rechazo haya ocurrido espontáneamente, por hartazgo de la ciudadanía con esas limitadas opciones electorales. Tiene que haber una conspiración, y por tanto un cabecilla buscando derrumbar todo el sistema constitucional. Sólo el ministro de justicia duda que sea de su competencia castigar a la población por ejercer ese derecho constitucional, y dimite, pero los otros ministros, especialmente los del interior (a cargo de la policía) y de defensa (las fuerzas armadas) insisten en forzar a los capitalinos a entregar a ese inexistente cabecilla y pedir perdón por su traición al sistema.
Primero mandan espías para descubrir quién mandó a la gente a votar en blanco—pero ningún ciudadano dirá cómo votó, porque el voto es secreto. Después el gobierno decide quitarle a la ciudad su calidad de capital y retirar, sigilosamente durante la noche, a todo el gobierno con sus funcionarios y hasta la policía, hasta que los conspiradores entren en razón y se confiesen. Cuando eso no produce el efecto deseado (la ciudad funciona hasta mejor que antes sin policía), la someten a sitio militar, cercándola con las fuerzas armadas para que nadie salga ni entre de afuera. Y después inventan acciones terroristas que la prensa, pagada y controlada por el gobierno, denuncia como acciones de los mismos conspiradores "blanqueros", es decir, del voto en blanco.
Las reacciones del gobierno son ridículamente exageradas, pero hace más aparente la ridiculez de las reacciones reales de gobiernos actuales e históricos que pretenden actuar para salvar la democracia. Hay cosas que te harán recordar lo que realmente ocurrió en París en 1871, cuando el gobierno abandonó su capital y la asedió hasta con artillería. O miles de cosas que están ocurriendo hoy, como la pretensión de Israel de estar protegiendo la libertad encarcelando un millón de palestinos en Gaza, o los discursos absurdos de los políticos y radiolocutores de EE.UU. defendiendo la expulsión de supuestos inmigrantes ilegales etc.
Y como en la vida real, el continuo fracaso de la política represiva del gobierno no le convence a abandonarla, sino a intensificarla, hasta un final como un golpe en el pecho que te dejará sin aliento y con un desasosiego sin límites.
Y eso a pesar de que la novela está llena de humor, con diálogos comiquísimos satirizando los discursos burocráticos, ministeriales y policiacos. No sabremos el nombre de ninguno de los personajes, pero llegamos a conocer muy bien por su manera de hablar al presidente, el primer ministro, los otros ministros (especialmente el del interior), el comisario de policía (mandado a investigar la supuesta conspiración), y otros como la mujer del oftalmólogo (culpada al final por todo, sin tener nada que ver).
Estos diálogos aparecen siempre cada uno como una sola oración, el punto final reservado para el fin de la conversación entre dos o más personas. Se sabe que la palabra ha pasado de un personaje a otro por una simple coma, seguida por letra mayúscula empezando la segunda afirmación. Pero tal como en la vida real, todo el diálogo forma un conjunto, una pequeña pieza teatral o musical. Por ejemplo, en esta revelación de cómo un gobierno enfrenta una crisis de confianza (porque lo sospechan de un acto de violencia):
…Señor ministro del interior, nombre inmediatamente una comisión de investigación, Para llegar a que conclusiones, señor primer ministro, Ponga la comisión a funcionar, el resto se verá luego, Muy bien,…
Entre todos eso diálogos ricos de múltiples sentidos, nos impresionó especialmente este momento, una continuación de la misma conversación entre el primer ministro y el ministro del interior.
…en este mundo todo es posible, imagino que nuestros mejores especialistas en tortura también besan a sus hijos cuando llegan a casa y algunos, incluso, hasta lloran en el cine, El ministro del interior no es una excepción, soy un sentimental, Celebro saberlo…
Lamentamos no haber conocido a este insigne autor, que tenía una de sus casas en Granada, no muy lejos de nosotros. Pero celebramos tener sus obras.